El amor es paciente, es bondadoso. El amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante. no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal; no se goza en la injusticia, mas se goza en la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor nunca deja de ser...
1 Corintios 13:4-8
El que experimenta el amor de Dios no puede hacer otra cosa que manifestar su amor a los que le rodean. Así como un manantial ofrece su agua al sediento peregrino, así debes regalar tu amor a los peregrinos de la vida, porque: ‘Es más dichoso dar que recibir” (Hch 20:35).
El amor también tiene su proceso de maduración. Este no puede madurar en un sólo día, necesita su tiempo. Cuídalo, avívalo, riégalo, pódalo, mímalo... Y así poco a poco irá tomando forma hasta la perfección.
Hay situaciones en las que consuela más una caricia, un apretón de manos, una palmada en la espalda, un abrazo, una mirada compasiva o cualquier muestra de afecto, que todas las labras del mundo. Si logras transmitir el amor de Cristo puedes ganar muchas batallas y muchos corazones.
Dichosos los que sonríen, porque ellos infunden ánimo en el afligido. Dichosos los que perdonan, porque ellos serán perdonados cuando ofendieren. Dichosos los que aman, porque ellos serán amados. Dichosos los que ayudan, porque ellos serán ayudados cuando lo necesiten. Dichosos los que creen, porque ellos recibirán la heredad que Dios ha prometido dar. Sé de esta clase de personas.
Todo lo que nace necesita un cuidado.
Así cuando nace la flor, el jardinero la riega. Cuando nace un niño, la madre vuelca en él toda su solicitud y cariñosas caricias para que crezca sano y feliz. De igual manera, cuando nace el verdadero amor, hay que cuidar esa planta, podando sus ramas superfluas, quitando toda mala hierba, regándolo... y que le dé el sol y reciba el agua vivificadora.
Una sola mirada ¡cuánto poder encierra! Para bien o para mal. Mira a los demás para ayudarles y no para hacerles daño.
Una palabra puede herir, pero también consolar. Una mano puede abofetear, pero también acariciar. Una mirada puede infundir dolor, pero también inspirar alegría. Un beso puede darse por obligación, pero también por amor. ¿No es mejor que edifiques la alegría que la destruyas? ¿No es mejor que ames que odies? ¿No es mejor que enmiendes tus caminos que persistas en el error?.
Muchos caminan por la vida al ritmo que marca su estado anímico. Sólo puede decirse que son marionetas en las manos de las circunstancias. Que nunca tomen el timón de tu vida las circunstancias; deja que los principios que dimanan de la Biblia lleven tu barco en la travesía por el mar de tu existencia.
El odio es la droga más potente y tóxica que existe. Es un cáncer que te carcome por dentro y destruye los buenos propósitos, el germen del amor, la paz del alma. Cuando se lo alberga contamina todo el ser. Nubla el intelecto y queda incapacitada la mente para discernir el bien del mal. Si decides odiar te destruyes, si amas te renuevas.
Las luchas entre hermanos deshonran a Dios y a su iglesia. Cerciórate de que cuando las hubiere no hayas sido tú el originador o el que las alimenta. Mejor es ser parte de la solución de los problemas que parte de los mismos. Hay una gran bendición para el pacificador, enrólate en el equipo de Cristo y rebela el carácter de él en tu vida.
Tú no puedes ir a ninguna tienda a comprar amor. “Deme un kilo de amor”, o “quiero cien gramos de amor”. No. El amor tampoco se adquiere con el simple deseo y esfuerzo humano. Todo lo que hagas sin Dios para conquistar el verdadero amor es estéril. Es la obra divina en tu corazón. Lo único que tú puedes hacer es reclamar la vid verdadera, entonces darás el sabroso fruto del amor: “Yo Soy la vid, vosotros las ramas. El que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto. Porque separados de mí, nada podéis hacer” (Jn. 15:5).
Una persona demuestra su fe actuando. Las palabras son fáciles de articular, más no así el ejemplo de una vida. Lo que hacemos a nuestros hermanos muestra qué clase de relación tenemos con Dios. Debes amar de corazón a tus hermanos en la fe: “Amados, si Dios nos ha amado tanto, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Jn. 4:11).
Si ha nacido el amor de Dios en ti, proyéctalo hacia los otros, no te lo quedes para ti. Así se robustecerá y
alcanzará la altura de los secuoyas americanos.
El amor requiere una gran dosis de compromiso; un amor que se manifiesta de forma intermitente, no es amor. Cada día debes renovar tu amor, reconfirmarlo, expresarlo... ¡No dejes que se marchite tu amor! Porque el amor genuino “nunca se acaba” (1 Co. 13:8).
Tomado de:
Reflexiones para Jóvenes
Ejercicios para el alma.
José V. Giner
Deja que Dios hable a tu corazón.
© Reforma Visión
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